martes, 9 de abril de 2013

Los libros


Hoy decidí cambiar mi vida. Y para eso, tengo que ordenar mis libros. Parece mentira pero es imprescindible, hay que empezar por los pequeños detalles. Una biblioteca se parece en mucho a un álbum de fotos. Cada libro que surge entre los estantes es una imagen borrosa en la memoria. Ayer vino Sofía y encontró la casa hecha un quilombo. Pero no dijo nada. Solo me remarcó el desorden de la biblioteca. Acá tenés un desastre. Dijo y agarró Los sinsabores del verdadero policía, de Roberto Bolaño. Lo abrió y sin dudar recitó una de las frases subrayadas: Comprendieron que un libro era un laberinto y un desierto. Que lo más importante del mundo era leer y viajar, tal vez la misma cosa, sin detenerse nunca. La frase le gustó pero me criticó por haber marcado el libro. Estuve trabajando, argumenté en defensa propia. Ella dejó el libro sobre el escritorio y siguió inspeccionando mi departamento, ese territorio abandonado.

El último viaje que hicimos fué al Tigre, un fin de semana largo, hace más de un año. Fué un viaje de solo tres días pero llevé tres libros: El banco en la plaza, de Raúl Gonzalez Tuñón, que leí solo por la mitad. Si me necesitas, llámame de Raymond Carver. Al que abro por instinto y veo que también está marcado: El vacío es el principio de todas las cosas. Sonrío. Pienso que lo mínimo que se puede hacer con una frase así, es subrayarla. El tercero de los libros que llevé fué Los sinsabores... de Bolaño, el mismo que Sofía recitó anoche. El azar me hace creer, que no hay un orden posible para ninguna biblioteca. Sin embargo, agarro esos tres libros y los separo del resto. 

Cuando la conocí, ella llevaba un libro en el bolso. Le pregunté que leía y me mostró: Historias de cronopios y de famas de Julio Cortázar. Ese día hablamos de literatura, pero sobre todo hablamos de libros, de lo que un libro puede significar para una persona. Ella me contó que tenía un fetiche con los de tapa color rosa, me dijo que cuando se cruzaba con uno tenía que leerlo con urgencia y me habló de una autora feminista que yo desconocía por completo. Mientras me contaba la historia repasé una lista mental de todos mis libros y recordé el único de tapa rosa que había en mi biblioteca, Hijo de Satanás de Charles Bukowsky. Lo leíste? Le pregunté, ella me dijo que no. La imaginé desnuda en mi cama, leyendo a Bukowsky y por un segundo, creí estar enamorado.

Agarro Historias de cronopios...  y lo coloco junto a los otros tres libros que llevé al Tigre. El orden se torna aleatorio. Ahora comprendo cuáles son los libros que van a ocupar el primer estante de la biblioteca. No hay exclusividad de géneros, solo un nuevo orden, arbitrario y masoquista. Busco entre el montón los libros que me regaló Sofía. Si bien los libros regalados podrían conformar por si mismos un nuevo catálogo, busco solo los que me regaló ella, son dos: Esto no es una pipa de Michel Foucault y El rayo que no cesa de Miguel Hernández. Mientras los coloco junto a los otros entiendo que no existe otra manera de reunir dos libros tan distintos. Pero los dos están dedicados por ella. Una de las dedicatorias me lleva al poema de la página sesenta y cuatro: Tengo los huesos hechos a las penas/ y a las cavilaciones estas sienes:/ pena que vas, cavilación que vienes/ como el mar de la playa a las arenas.

Un libro reúne todos los estados de la vida: el encuentro, el descubrimiento, el amor, la desconfianza, el miedo, la incertidumbre, el aburrimiento, el desengaño, el odio y por último, el abandono. En definitiva,  leer un libro es como amar una mujer. Por eso necesitamos literatura. Ayer hablé por teléfono con mi amigo Dieguez y le conté que tenía ganas de cambiar mi vida. ¿Y qué pensás hacer? me preguntó. Le dije que había empezado por ordenar la biblioteca. Hubo un silencio. Le pregunté qué le pasaba, me contó que estaba deprimido porque se había peleado con su esposa. Intenté persuadirlo de que eso no era algo tan grave como para deprimirse, hasta que me contó el motivo de la discusión: ella le confesó que no lee novelas porque se aburre. Dijo que no las necesita, ¿entendés?. Repetía Dieguez indignado, del otro lado del teléfono. Sí, te entiendo amigo. Le dije, pero no supe si hablábamos de lo mismo.