miércoles, 21 de agosto de 2013

Cafeomancia

Tengo un sueño recurrente: Viajo en un tren sin pasajeros  y  no tengo conciencia de mi destino final. Dentro del vagón el calor es intenso, insoportable. Asomo la cabeza por la ventanilla: el aire es tibio y las hojas de los árboles, violáceas. De pronto sube una mujer y se sienta delante de mí. Solo puedo verla de espaldas pero creo reconocerla. Cuando me acerco para saludarla veo su rostro y es espantoso. No es quien yo creía, sino una horrible anciana que me mira con ojos negros y comienza a reírse. Tengo miedo. Despierto con un sobresalto, son las ocho de la mañana y me espera una entrevista laboral.

Abro la llave de la ducha. El agua me quema, tardo demasiado en conseguir la temperatura ideal. La sensación de angustia disminuye. El inconsciente es un territorio misterioso que se alivia con un poco de jabón. Pienso en Sofía y en las posibles formas que puede adoptar la locura. Pienso en Sofía y en sus delirios esotéricos, en su afición al tarot, y de pronto, el rostro fantasmal de la horrible anciana, todo se mezcla en mi cabeza. Aquel aprendizaje del horóscopo maya y el azteca, las Runas, y el I Ching coincidieron con nuestro declive amoroso y posterior separación. Cuando la realidad adopta el clima de una conspiración fundada en la magia negra  nada puede ser casual.

Alucino una marea de sospechas, desconfianza y emboscadas. Mientras me visto, contemplo la posibilidad de cancelar la entrevista, pero mis argumentos resultan inverosímiles hasta para mí. Salgo hacia la cita. Al llegar me recibe un hombre de barba candado vestido de negro, traje y corbata que me resulta sospechoso. Me ofrece llenar una planilla que pregunta: nombre, edad, lugar de procedencia, posibles conocidos dentro de la empresa. Mi ataque paranoico me conduce a inventar una nueva identidad. Salgo de la entrevista sin saber bien que hacer. Camino sin un rumbo preciso. Si la llamo a Sofía y le cuento lo que me pasa tal vez se asuste y piense que enloquecí, me recomendaría terapia y esta vez con fundamentos más sólidos que las veces anteriores. O tal vez solo se ría un poco. O tal vez yo podría tomar el coraje y decirle volvé que te extraño y ella no responda y opte por colgar el teléfono. No estoy seguro. Necesito calmarme. Sentarme y pensar.

Entro en un bar. El aroma a café me tranquiliza, sobre las mesas, pequeños fanales con velas rojas, ofrecen un aire de santuario. En una de las mesas del fondo una solitaria anciana con un pañuelo en su cabeza, en otra mesa, una pareja sonríe frente a coloridos licuados. Un espejo reproduce la escena para los transeúntes que observan hacia adentro al pasar por la vereda. Veo un cartel:Cafeomancia, lectura de la borra del café, "consultar aquí". Le pregunto a la camarera y me señala a la anciana del fondo. Tenés que hablar con la gitana, me dice. Veo a la anciana levantar su mirada del libro, como si hubiera oído mi pensamiento, mira hacia mí y hace un gesto afirmativo con la cabeza. Toda la curiosidad se transforma en adrenalina, algo parecido al miedo. Me acerco, sentate acá hijo. Veo sus ojos negros y recuerdo el sueño. 

Me da las indicaciones: no hace falta tener fe, voy a beber el café de a pequeños sorbos. voy a pensar en eso que no me deja dormir. Le hace una seña al mozo y me traen un pocillo de café de un pálido sabor anisado. Bebo despacio. Al terminarlo le acerco el pocillo. La gitana lo observa en silencio, los minutos parecen eternos y cuando menos lo espero, lo gira de golpe contra el plato. Entonces vuelve a mirarme y me clava sus ojos negros.

Habla de un camino largo y difícil,  pero correcto. Habla de construir algo sólido. Me da buenos presagios a corto plazo. Tenés que confiar más en vos. No comprendo demasiado de qué habla pero dice que tuve suerte en llegar hasta acá y me pide una colaboración a consciencia. Hay que aprender a dar para poder recibir, así es el universo, hijo. Meto la mano en el bolsillo y saco mis últimos veinte pesos.  Alejate de la locura de esa mujer. No me atrevo a preguntarle nada entonces nos despedimos y salgo del bar. Vuelvo a mirar el celular, pero esta vez, busco el nombre de Sofía y lo elimino. Las palabras de la gitana me llevan a comprender que no existe peor conspiración que la que uno mismo puede llegar a procurarse y entre cavilaciones elijo regresar caminando a casa.