Gervasio Flores
está sentado en un banco del andén y observa pasar los trenes mientras fuma su
cigarro. La estación aún está vacía, aunque los últimos pasajeros nocturnos están
por llegar. Podría pasar así toda noche, sumido en el trance hipnótico que le
provocan los trenes. Se oye la sirena que anuncia una nueva llegada. Mira su
reloj y le da una larga bocanada a su cigarro. Al pasar, el tren desarma las
volutas de humo hasta entonces suspendidas en el aire. Unos pocos pasajeros
descienden de los coches. Gervasio observa las luces que se filtran desde el
interior de los vagones, que iluminan provisoriamente la noche, escucha el
crujiente sonido de las ruedas de metal sobre los rieles y piensa en esos signos
como portadores de una belleza insólita en la quietud que lo rodea. Por un
instante se siente satisfecho
Su afición a los
trenes podría considerarse al menos extraña. Ya que se trata de un fanatismo
que oscila entre la adoración y la fobia. Suponiendo que una no excluye a la
otra. Incluso podría llegar a ser visto como algo patológico. Algunos lo llamaron "El ferrófilo del Oeste", pero a Gervasio Flores nunca lo inquietaron
las habladurías. Ya desde muy chico el ferrocarril suscitó en él una enorme
admiración. La fuerza imponente de aquellas enormes locomotoras le resultaba algo
desconocido y asombroso. Y de algún modo cuando cumplió diez años y recibió
como regalo su primer tren en miniatura para armar, fue como si su destino
hubiese quedado prefigurado para el resto de la vida.
Hoy, Gervasio
Flores acaba de cumplir treinta años y para celebrarlo, se trajo una botella de
whisky escocés que consiguió a buen precio en una licorería del barrio. Apagó
el teléfono para evitar los saludos y se vino a contemplar los trenes. Ya lleva
seis horas en la estación de Caballito. Primero deambuló por la estación,
contempló a los pasajeros anónimos que pasaron junto a él ignorándolo por
completo, después se acercó a las vías y observó los rieles con atención, entonces
recordó la anécdota de “el tercer riel”, esa que una vez le mencionó un viejo
guarda de estación, cuando él era apenas un niño y solía escaparse del colegio
para irse a andar en tren.
A veces lo hacía
con algunos compañeros que se fugaban junto con él y que al principio encontraban
entretenida la inocente travesura. Se subían al Sarmiento con la valiosa excusa
de que los estudiantes con guardapolvo no pagaban boleto y se pasaban la tarde
yendo de una punta a otra del recorrido. Lo tomaban en Ramos Mejía y se dejaban
llevar de Once a Moreno, para luego volver a Ramos. Así, ocupó muchas tardes de
su infancia. Mirando pasar la tarde por la ventanilla de un tren, viajando sin
sentido alguno. En ocasiones, Gervasio sacaba la cabeza por la ventanilla y
experimentaba una sensación parecida a la libertad o a la gloria, se sentía
poderoso, como si fuera parte de aquellas imponentes máquinas.
Sin embargo la
tarde que el viejo guarda lo regañó por bajar del andén, Gervasio estaba solo.
Esa tarde, ninguno de sus compañeros lo había seguido, acusando de aburrida
y reiterativa la expedición a los trenes. Fue en la estación de Ituzaingó que
Gervasio decidió bajar para comprar una gaseosa, y esperando el tren de regreso
vio una reluciente moneda entre las
piedras que rodeaban a los rieles. Observó ambos lados de la vía y no venía
ningún tren entonces pegó el salto y se lanzó en busca de aquel tesoro cuando
el guarda apareció tocando un silbato y el rostro enfurecido. Gervasio llegó a
tomar la moneda y cuando el guarda pidió explicaciones Gervasio extendió la
palma de la mano, declarando que era la única moneda que tenía, que se le había
caído y no podía perderla: “Si llegás a tocar el tercer riel quedás fulminado
en el acto nene, nunca más vuelvas a hacer esa locura”. Sentenció el viejo.
Gervasio
Flores bebe de su botella de whisky envuelta en papel de diario y examina los
rieles, en busca de ese capaz de fulminarte en el acto con una descarga
eléctrica. Pero no lo distingue con claridad y se frota la frente. Ya no
recuerda si espera la llegada de alguien en aquel andén y se abandona a la mera
contemplación. El timbre de la alarma irrumpe la marea de pensamientos borrosos
que experimenta Gervasio, que regresa despacio a aquel banco de cemento en la
estación. Los automóviles se detienen en la esquina, detrás de la barrera que comienza a descender y pueden observarse aparecer en
el horizonte las luces de la locomotora que avanza, invencible, sobre los rieles.
En su niñez,
Gervasio Flores solía viajar en tren hasta la costa atlántica junto a toda su
familia, en aquellos años el ferrocarril que salía de Retiro llegaba a la
estación portuaria de Quequén y de allí había que tomar un colectivo hasta
Necochea. Aquel verano, cuando su abuela le contó que muchos de los pueblos que atravesarían en el camino se habían convertido en pueblos fantasmas, precisamente, porque el tren había dejado
de pasar por allí durante muchos años, Gervasio quedó fascinado con la historia.
Y pasó la noche en vela, anotando en una libreta los nombres de cada una de
aquellas estaciones. El tren atravesó pueblos hundidos en la penumbra de la
noche, pequeños poblados perdidos en el medio del campo, de los que solo
quedaba un cartel de referencia en cada estación. Finalmente Gervasio se quedó
dormido y soñó que algún día volvería a visitarlos. Pero eso fue algo que nunca
pudo concretar.
Cuando Gervasio
se mudó junto con otros dos amigos a una antigua casa en el barrio de La Paternal
tenía dieciocho años y estaba de novio con Andrea, una joven estudiante de
diseño de indumentaria de refinada belleza, delantera fatal y buen sentido del
humor. Se pasaban las tardes y las noches encerrados en aquella habitación. La
casa se ubicaba en un pasaje a metros de la vía del tren y por las noches, cada
vez que éste pasaba, podía oírse el estruendo que muchas veces los despertaba,
aunque otras veces, en cambio, el sonido que provenía de las vías los hacía
fantasear con la idea de irse juntos a pasear en tren, como cuando Gervasio era
chico, mientras el estruendo de la locomotora sonaba como si atravesara la habitación.
Después vino la
muerte de su padre, arrollado por un tren en la estación del barrio Villa Madero, partido de La Matanza. La pericia fue dudosa y el forense
nunca supo determinar si realmente se trató de un accidente involuntario o de un
suicidio deliberado. Mas tarde, algunos testimonios informaron que el piloto de
la locomotora advirtió un bulto en medio de las vías y ejecutó la bocina en
reiteradas oportunidades pero el hombre permaneció inmóvil, a la espera del
impacto.
Este hecho marcó
la vida de Gervasio Flores para siempre y a partir de este desafortunado episodio,
no puede ver, o incluso oír, pasar un tren sin pensar en la muerte. Sin
plantearse en las innumerables posibilidades que brinda el suicidio. Una salida
drástica entre otras posibles maneras de escaparle a la vida. Y la relación se
establece con una potencia reveladora, piensa en la muerte como un tránsito
de una realidad a otra. Es simple. El tren como medio de trasporte de ese
tránsito entre diferentes destinos. La estación de Villa Madero podría ser un
destino, y otro muy diferente podría ser la eternidad. Gervasio no sabe si
espera algo concreto porque ya lo olvidó, pero bebe de su botella y espera la
llegada de otro tren. Intenta olvidar su aniversario pero lo único que consigue
es arrojar luz a las sombras en su memoria.
Ahora Gervasio enciende
otro cigarro cerca de las vías y observa los extensos rieles capaces de
comunicar una ciudad entera, mira las vías y ya no encuentra señales del
porvenir, sino todo lo contrario, algo así como una cuenta regresiva que se
aproxima al final con el arribo del último tren. Gervasio asume con osada gracia
el desafío de pensar en la eternidad como algo demasiado valioso para que otros
puedan comprenderlo. Por eso fuma y espera el último tren de la
jornada, ese que pasa a las doce menos cuarto de la noche. Y no hace más nada,
aparte de pensar en la puntualidad, o rememorar aquellos viajes de la infancia,
cuando sacar la cabeza por la ventanilla del vagón y sentir el golpe del viento
sobre la cara era lo más parecido a la libertad y cierra los ojos, porque a lo
lejos se pueden ver la luces de la locomotora que avanza a toda marcha y suena
la bocina que anuncia su llegada y Gervasio se prepara: está listo para saltar.
La verdad es como un relámpago. Acá pasó el relámpago.
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