lunes, 20 de marzo de 2017

Happening

I

Ubico la almohada en el extremo opuesto del colchón, es decir, dónde suelen ir los pies, y me acuesto, desde allí, puedo ver un pedazo de cielo a través de la ventana. Maldición, otra vez esta ansiedad que me oprime el pecho. Frente a la ventana hay un árbol, es un viejo álamo que mide lo mismo que el edificio. El cielo despejado ofrece una visión nítida de las constelaciones y por detrás del árbol y del resto de los edificios resplandece la luna con toda su calma. Yo, en cambio, la calma, es algo que he perdido. ¿En qué momento se fue todo al carajo? ¿Dónde estará este bastardo? ¿Cómo nunca me di cuenta que siempre fue un gusano? Me reincorporo y me asomo por la ventana. En el edificio de en frente resalta una luz encendida. En el interior del departamento vecino veo una mujer. Ella se peina frente a un espejo. Su cabello aún está mojado. No llego a ver su rostro. Ella se sienta frente a una computadora y comienza a escribir. De pronto se mueve y desaparece de mi campo visual.
Vuelvo a la cama, pero no consigo dormirme. Ahora observo mi propia casa. Impera el desorden. Un desorden inusual, pero que se fue acumulando de forma considerable, la falta de trabajo y de voluntad en líneas generales han hecho de mí una suerte de criatura alienada, carente de todo tipo de fé. Todo esto, agravado por el dolor y la furia que provoca una traición. ¿Cómo pudo, un amigo, hacerme algo así? Hablo de Álvaro Gutiérrez, el último ganador del concurso literario “Eugenio Cambaceres”, quien se apropió del primer premio con una módica suma de $ 500.000 en bruto gracias a un texto que no le pertenece. Un texto de mi autoría, que en un acto de brutal ingenuidad yo mismo le ofrecí firmar, conducido por una insólita ambición: la de poder participar en el mismo concurso con otro texto, al que por supuesto, creí un potencial ganador.  Esto sucedió hace ya tres semanas. Álvaro Gutiérrez desapareció con mi dinero y yo no voy a parar hasta encontrarlo.

                                                                              II
Voy a la cocina, preparo el mate. Mientras el agua se calienta pienso en las motivaciones que conducen a alguien a ejercer la traición, y al mismo tiempo analizo las posibilidades concretas de una venganza real, una venganza empíricamente realizable. ¿El dinero, la ambición, la avaricia? ¿Cuál es la motivación de alguien que decide convertirse en un ser infame? El agua esta lista y me dirijo a la mesa, que se encuentra repleta de papeles, apuntes de la facultad, boletas de impuestos vencidos, tazas de café que se han tornado ceniceros, cuadernos, canutos y libros sucios, todos mezclados, apilados y distribuidos indistintamente. Pretendo ordenar un poco el caos de la mesa de trabajo, agarro varios libros y los devuelvo a la biblioteca, allí, perdido entre los demás, encuentro el volumen de la antología poética publicada por el maestro San Miguel. Él fue, hace años, quien nos impuso el vicio de participar en concursos literarios. Él fue, quien siempre nos decía que esa era una de las pocas maneras que teníamos de ganarnos la vida con el triste oficio de la escritura. Nunca imaginé que esa frase retumbaría tanto en mi cabeza como ahora.
Esa publicación fue el resultado del taller que realizamos con el poeta San Miguel durante dos años, y fue también, mi primera publicación. Un poema amateur que vinculaba la posibilidad de un suicidio colectivo con alguna posible forma de protesta. Un acto poético suicida que por aquél entonces me resultaba un gesto inspirador, tanto a mí como varios de mis compañeros. Hoy, mientras cebo el mate y ojeo el texto, rescato algunos pasajes que no suenan tan ambiciosos como el título del poema: “Toda la miseria del mundo y un par de frases de amor inexplicables a las tres de la mañana”. Comprendo que de algún modo fue, además, el origen de todo este  nefasto episodio, ya que fue en ese taller dónde conocí a Álvaro Gutiérrez.
El querido San Miguel, probablemente haya sido el último poeta maldito de toda la zona de Almagro, Boedo y Abasto. Incluso diría que su reputación se extendía hasta los inexplicables límites de San Cristóbal. Un hombre generoso que supo instruirnos con su particular visión del mundo y la poesía. Una visión humilde y melancólica en la que no faltaba el rigor poético de los de su generación. Una generación esquiva, por no decir perdida en la falopa.  San Miguel fue un buen maestro, y a la vez, un desdichado. El taller lo dictaba en el departamento de su ex esposa, quien vivía allí con Clara, la hija de ambos. Estaban separados hacía más de un año y medio, y el poeta vivía en una pensión de mala muerte a pocas cuadras de allí, en la sombría zona del barrio de once, llena de transexuales que ofrecían sus servicios en plena luz del día. La dueña de la pensión le prohibía realizar las reuniones periódicas con sus alumnos, entonces su ex mujer le permitía seguir realizando el taller en su antigua morada, a cambio de la manutención correspondiente para su hija. Aún recuerdo el gesto de desprecio con el que nos observaba al llegar a su casa y encontrarnos aún reunidos leyendo, o corrigiendo algún texto, extendiéndonos sin saberlo del horario pautado.
Unos meses después de ver publicada su antología, San Miguel apareció muerto gracias a un cóctel de antidepresivos y ginebra en la pieza de aquella sucia pensión. Fue un gran golpe para todos nosotros. Las pericias no supieron precisar cuánto tiempo hacía que el cuerpo permanecía allí, pero se especuló que habrían sido al menos tres días, puesto que el cadáver se encontraba en estado de descomposición. Siempre me conmovió la imagen del poeta pudriéndose en su propia soledad. A San Miguel le estoy profundamente agradecido por todo, excepto, por haberme presentado a quien hoy es mi enemigo.


III

Hoy volví a ver a la vecina. Es hermosa. Fue por la mañana, se asomó a regar las plantas de su balcón. En cuclillas humedecía, una por una, las macetas y en ese acto milagroso pude ver sus tetas a través del escote. Unas tetas iluminadas por el sol tenue de la tarde, que evocaban el más puro amor maternal. Allí permanecí hipnotizado un instante, observando a la bella vecina misteriosa hasta que sonó el teléfono y me rescató del trance voyeurista. El llamado resultó ser de Aina Fontana, una vieja amiga, y excelente poeta de la cual todos estuvimos enamorados en algún momento. Por supuesto, Álvaro también, y hasta dónde pude llegar a saber, siempre siguió interesado en ella. Aina siempre supo contar con una cómoda posición económica y eso le  facilitó muchas cosas, entre ellas el desarrollo de su carrera literaria. Con apenas 24 años ya tenía varias menciones en concursos de poesía y una novela breve publicada por una editorial que promovía autores emergentes. Cada tanto, Aina solía organizar veladas literarias en su cálida morada del barrio de Palermo, eventualmente me llegaban invitaciones y nunca acudía por diferentes motivos, pero esta vez todo era distinto.
Allí se amontonaban poetas, músicos, y artistas de las más variadas disciplinas. Hacía tiempo que no hablábamos así que manifesté mi grata sorpresa al recibir su llamado. Ella se explayó dándome las coordenadas de su nueva casa, en la que además de música en vivo y unas breves piezas teatrales, muestras y performances habría lo que suele llamarse un “recital de poesía”, al cual me estaba invitando a participar. La primera reacción fue apelar a mentiras banales como la falta de tiempo por el acopio de trabajos atrasados, luego le dije que desde hacía mucho tiempo estaba distanciado de la poesía, pero que no dejaba de enorgullecerme su invitación y cuando estaba a punto de rechazarla por completo dejó deslizar que habría muchos colegas de los viejos tiempos, de hecho, había invitado a todos nuestros ex compañeros del viejo taller de poesía.
Estaba contenta porque Álvaro había confirmado su presencia, que todos se sentían muy orgullosos por lo del premio, que si me había enterado. En ese instante hubo un vacío profundo, como un silencio insondable entre su voz y la mía, pero que no provenía de la línea telefónica sino del acantilado de mi mente perturbada. En un segundo imaginé la posibilidad de humillar a aquel bastardo delante del todo el círculo de snobs desagradables que siempre lo rodea. Así que en ese preciso instante le dije: “Aina, bancame que anoto la dirección y veo si me puedo pegar una vuelta aunque sea un rato, aunque no te aseguro nada.”

IV
El resto de la semana me enceguecí diagramando los pasos a seguir. Aquella invitación había brindado un nuevo rumbo a los acontecimientos. Es cierto que había demasiadas posibilidades de que Álvaro no asista a la fiesta. Sin embargo, no dejaría pasar la oportunidad, por más remota que fuera, de una posible venganza y así conseguir alguna suerte de redención. Una insólita sensación de placer se apoderó de mí y me condujo hasta el cajón en el que guardé durante años, el viejo revólver de mi padre. Un calibre veintidós que es más un objeto de colección que una extraña herencia paterna. Nunca supe su real procedencia y jamás había pensado en usarlo, pero tampoco había tenido la necesidad de hacerlo. Recuerdo el intenso olor a pólvora quemada la primera y única vez que vi el arma en uso, era navidad y fueron tres disparos contra el suelo del terreno de un vecino y amigo de mi padre. Aquel fue un gesto profano y llamativo hacia nuestra inocencia, sin embargo ahora mi perspectiva hacia ese hecho se ve completamente modificada.
Había conservado el revólver por puro descuido, más por inercia que por cualquier otro interés. Tal vez por no saber demasiado sobre los trámites para realizar el desarme que por ningún otro motivo. Fui hasta el cajón del armario y ahí estaba, descargada, sin embargo poseía todo su potencial, esa belleza que solo lo puede ofrecer lo definitivo. El peligro genera un encanto inquietante, un arma descansa en un cajón entre medias rotas y calzones viejos y eso solo significa que aún existe alguien que puede disparar. Agarré el revolver con decisión, apunté al espejo, y gatillé Se oyó el martillazo impactar contra la base de metal, con un golpe seco, un sonido inconfundible. ¡Clac! Y un segundo después el silencio se sintió incómodo. Por un instante, me sentí poderoso.

V
Llegué a la casa de Aina alrededor de las doce de la noche., lo suficientemente intoxicado como para afrontar cualquier decisión. Hace dos noches que no duermo. Estoy sumergido en un trance confuso que oscila entre el sueño y la vigilia. Ya visualicé en mi mente tantas veces el momento de su rendición, que casi he olvidado el motivo. Álvaro de rodillas a punta de caño en su cien, implorando clemencia. Una y otra vez esa imagen figurada en mi mente. Estoy mareado, al ingresar al lugar me recibe un desconocido que dice conocerme, ¿Este quién es? se fija en mi aspecto, dice que huelo a alcohol, maldición, es probable que sea cierto, no quiero llamar la atención de nadie, así que le pregunto en dónde está el baño y me encierro. Me lavo la cara y las axilas con jabón, bebo agua y me sirvo un pase. Una pequeña dosis más para despabilar. Una sensación de poder invade mi cuerpo y siento el sudor en la palma de mis manos, saco el arma y la observo con detenimiento. Está fría. Solo tengo que esperar el momento indicado, encontrar a Álvaro y separarlo de la fiesta, exigirle que me devuelva la guita, tal vez humillarlo un poco delante de todos no sea una mala opción, pero me expondría demasiado a un posible llamado a la policía, estoy pensando en todo esto cuando golpean la puerta del baño. Ocupado.
Guardo el arma, me lavo las manos, me enjuago la boca, unas gárgaras, me vuelvo a poner la camisa, perfume, otro pase y salgo. La fiesta está muy bien, veo mucha gente, chicas bonitas bailando entre ellas, sonrientes, me siento como un verdadero psicópata, es divertido, sonrío, recorro la casa, suena una música distinta en cada uno de los ambientes. En el patio hay una barra, me acerco y pido whisky, un hielo. En eso aparece Aina con dos amigas que me saludan amigablemente, las tres parecen ser amantes, fuman y me convidan, acepto por cortesía, sonríen y  me invitan a bailar. Pienso que bailar con un revólver en la cintura no es lo más conveniente, les digo que no sé bailar. Aina me pregunta si voy a leer, le digo que no tuve tiempo de preparar nada, que me disculpe, me dice que está todo bien, que será la próxima y agradece por haber venido, afortunadamente en ese momento aparece alguien que llama su atención, y se aleja para seguir saludando gente. Intento ser cauteloso y pasar desapercibido, por suerte hasta ahora no he visto a ningún conocido además de Aina, me refugio con mi whisky en un rincón tranquilo a beber y contemplar, pero no veo señales de Álvaro por ninguna parte.

VI
De repente tengo la revelación ¿Es ella? No lo puedo creer, en la sala contigua, sentada con un violonchelo entre sus piernas, al lado de un violinista: mi vecina, la vecina mas hermosa del mundo. Ejecutan una maravillosa música proveniente de otro tiempo, de siglos pretéritos donde aún no existía el odio aunque si la ambición y la venganza. La música me lleva hasta la sala contigua y mis ojos pueden comprobar que sí, que efectivamente es ella y que el universo es a veces demasiado mezquino y otras veces puede ser perfectamente sabio. Es ella, mi vecina, está allí, con sus tetas, inmaculada e iluminada por su música profana y yo acá, intoxicado y pasado de revoluciones, esperando a tientas para convertirme en un criminal. Todo parece indicar que lo que buscaba no es precisamente lo que el universo está dispuesto a ofrecerme. Me siento y escucho. Puedo dejarme llevar por esa melodía, suenan el violín y el violoncelo como un coro de voces angelicales en mi cabeza, comienza a juntarse gente en la sala evidentemente atraída por la música, de pronto todo deja de parecer una fiesta para pasar convertirse en una ceremonia sagrada en la que seres mitológicos se camuflan detrás de sus cócteles. En eso, se aproxima una muchacha, cual querubín alado, ofreciéndonos a todos los presentes desde una bandeja unas gomitas de colores muy divertidos, al pasar deja oír en un susurro que contienen LSD, que consumamos con cuidado. Me como dos, una verde y una azul.  A partir de este momento la sucesión de los hechos se precipita considerablemente. Solo sé que los aplausos irrumpieron en el aire, y los rostros que habitaban en la sala comenzaron a volverse cada vez más extraños, prácticamente deformes, las sonrisas me resultaban violentas, asesinas, un encadenamiento de gestos satánicos  por parte de la anfitriona nos presentó al dúo que acababa de interpretar dos piezas del barroco tardío y que a continuación, en la siguiente sala íbamos a poder deleitarnos con la performance de “Cipriano, el Poeta”. En ese instante, hubo algo, en medio de la melaza psicodélica que bañaba mi mente, que sin embargo pudo dilucidar que se trataba de Álvaro. Tengo que bajar un poco. Pensé. Necesito algo de agua.



VII
Es él.  Es Álvaro, puedo identificarlo a pesar de su personaje encapuchado y con lentes de sol, tiene un micrófono en su mano y lo golpea para corroborar si se encuentra conectado, toc toc toc, se oye en el aire inquieto, y procede a presentarse: “Buenas noches damas y caballeros, soy Cipriano, el poeta”  dice, algunos sonríen, posiblemente lo conozcan, observo algunas caras  conocidas entre el tumulto de gente, Álvaro se muestra tranquilo, acaricio el revólver en mi cintura y mis palpitaciones aceleran, me acerco un poco más hasta el lugar de la acción y en ese momento Álvaro se sube a una de las mesas, al hacerlo patea algunas copas de vino que caen y estallan en el suelo como en un gesto premonitorio que nadie llega a advertir, el vino desparramado en el suelo, el vidrio roto, la gente sonríe, otros se alejan incómodamente, él solicita atención por favor, la gente hace silencio:
“¿Por qué carajo ustedes creen que la gente muere?
¿Por qué si? Les aseguro que no, idiotas.
Hoy les traigo a todos su redención.
Ya no me alcanzan las palabras,
La poesía ya no me habla.
Todo es vacío
¿O acaso no pueden oír ese silencio insoportable?
Lo único que me interesa en el mundo
es una mujer hermosa,
que fuma  en silencio
y se siente poseída
por el humo azul
de su cigarro,
ella me ignorará por siempre,
y por eso la amo.”
En ese instante procedió a sacar un arma de su bolsillo, algunos se alejaron horrorizados, otros observaban con atención su performance y apenas podían seguir sonriendo, Álvaro se quitó su capucha y observé cada uno de sus movimiento que ahora parecían suceder en cámara lenta, cuando llevó el caño a su sien comprendí que la historia  estaba cobrando un giro definitivo, que en realidad era él quien la escribía.
Entonces pronunció su epitafio, las últimas palabras:
“¿Tus palabras no sirven de nada?
Entonces dispara sobre tu cabeza.”
Y procedió a volarse la tapa de los sesos frente a todos nosotros.

Fue impresionante verlo. Un escándalo. Gritos. Llamen a la policía. Aina se desmayó cerca del cadáver. Cerca de la sangre que no era su sangre. Cerca del cuerpo muerto de Álvaro Gutiérrez mezclado con los cristales rotos y el vino derramado.  Los gritos. El Llanto. La locura. El happening. Mierda. La poesía criminal. El arma en mi bolsillo. La sangre. Los gritos. La venganza esfumándose frente a mis ojos. Álvaro muerto, Álvaro Suicidado. Álvaro hecho arte. No entiendo nada. Estoy drogado. Estupefacto. Inmóvil. La gente grita y llora, me llevan por delante. Tengo un arma y soy inocente. La vecina aún está allí. La veo y me mira, me acerco y la consuelo como puedo. El olor a pólvora mezclado con la sangre. El olor a muerte mezclado con la poesía. La venganza. El olor a mierda de la poesía muerta. La sangre, su cabeza destrozada. La poesía definitiva. La vecina está cerca mío, ¿Estás bien? ¿Qué te parece si mejor nos vamos de acá? Conozco un bar que queda acá cerca. Vámonos. Entonces ella agarró su violoncello y nos fuimos de la fiesta antes de que llegue la policía.

1 comentario:

  1. Al leerte, me acordé de la frase que alguna vez me dijiste de Roberto Bolaños. Argentina, en ese país donde hasta los malos escritores, escriben bien.
    Beso.

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